Mi padre nació el 16 de noviembre de 1936, en Guarromán (Jaén), un pueblecito colonial – fundado por Pablo de Olavide, a finales del siglo XVIII, bajo el reinado de Carlos III – en la comarca de Sierra Morena. Mi abuelo – Francisco Virgilio Cacharro Pérez, nacido en 1897, en Pesquera de Duero (Valladolid) – había sido destinado a ese pueblo jienense como maestro nacional. Previamente había sido maestro de la escuela unitaria de Quintá de Cancelada (Becerreá), donde conoció a mi abuela Fulgencia (cuya casa, todavía en pie, quedaba en frente de la escuela). Se casaron a finales de 1931. En una noticia publicada en la edición digital de El Progreso, el 13 de enero de 2022, Pepe Cora aventura que el matrimonio de mis abuelos “no fue un camino de rosas”. Se basa, para ello, en que un edicto del Obispado de 27 de octubre de 1931 emplazaba a Francisco Pardo, el padre de mi abuela, en ignorado paradero, a comparecer ante el notario mayor de la diócesis para dar o negar el consentimiento al matrimonio de su hija. De este edicto, dice Cora, “se deduce que su futuro abuelo materno” (el de mi padre) “se opone al casorio por razones que no nos constan”. La realidad, sin embargo, es que nunca hubo tal oposición. Lo único que se deduce del edicto de marras es que mi bisabuelo, en efecto, se encontraba en paradero desconocido; aunque, a decir verdad, no tan desconocido: estaba en la isla de Cuba, donde falleció (creo que allá por el año 1938: la carta que informaba de su muerte le llegaría a mi abuela varios años después del deceso) para ser enterrado en el cementerio viejo de La Habana, donde, muchos años después, mis hermanos Carmen y Juan, en el curso de un accidentado viaje a la isla, consiguieron un certificado del enterramiento. Lo más probable es que ante la dificultad que en aquella época supondría localizarlo y comunicarle la noticia de los esponsales, el notario mayor del Obispado optase por la solución de la notificación por edictos, para despachar el trámite lo antes posible y permitir así la celebración de la boda. De aquel bisabuelo emigrado a Cuba poco o nada sé, pero de lo que mi abuela me contó se deduce que tuvo una vida bastante ajetreada y aventurera. Quizá algo de ese espíritu de aventura – pero sólo algo – se transmitió a la sangre de mi padre y dio lugar a esa singular personalidad de hombre de acción que siempre le caracterizó.
Un niño de la guerra. La generación del 36
Entre nosotros, 1936 es algo más que una cifra representando un año: enunciarla implica evocar el inicio del relato – o más bien, de los relatos, parciales y a menudo contradictorios – del episodio más lamentable de nuestra historia: la consumación de un fracaso colectivo, la derrota que se infligió a sí misma una nación que se negaba a serlo. En el caso concreto de mi padre, la Guerra Civil, pero sobre todo la postguerra, marcó su infancia de una forma especialmente intensa. Guarromán se mantuvo en zona republicana durante toda la contienda, y la ocupación por los nacionales – en abril de 1939, cuando aún no había cumplido los tres años – tuvo como inmediata consecuencia que mi abuelo (antiguo militante de la azañista Izquierda Republicana, pero que durante la guerra se había afiliado al PSOE: en el acta constitutiva de la agrupación socialista de Guarromán, de 10 de junio de 1937, consta que era el secretario de la agrupación) fuese detenido para ingresar en la cárcel del partido judicial de Linares. Mi abuela, mi padre y sus hermanos se trasladaron entonces, en 1939, a la montaña lucense. Mi abuelo no fue liberado de la prisión hasta el 29 de agosto de 1941, fecha en que fue puesto en libertad condicional, según consta en su expediente de depuración como maestro, aunque la orden de liberación no se publicaría en el BOE el 20 de septiembre de 1941.
Una infancia marcada por tales circunstancias tuvo que causar una intensa conmoción en quien la padeció. Aunque mi abuela tratase de ocultar a sus hijos los detalles más tristes de lo sucedido, la larga ausencia de mi abuelo (supiesen o no los motivos de esa ausencia) tuvieron que percibirla como algo inexplicable e inquietante. Vista desde hoy, la infancia de un niño de la guerra sugiere un trauma psicológico del que sólo podría surgir una personalidad dominada por el miedo, la angustia, la tristeza o el resentimiento.
Pero no fue así. Ni mi padre ni sus hermanos fueron personas tristes, miedosas, ni resentidas. Creo, además, que no fueron una excepción: de todos los hombres y mujeres de su generación a los que conocí, muy pocos parecían sufrir – salvo ocasionalmente, como es lógico – esas pasiones negativas. No eran personas miedosas: se enfrentaban a la existencia con un ánimo asombroso, en un entorno de hostilidad y miseria, con una alegría que parecía alimentarse ante cualquier pequeño placer o recompensa que pudiese ofrecer la vida cotidiana; y, en apariencia, sin un ápice de resentimiento, mirando al futuro sin deseo de revancha, con una voluntad orientada a la construcción de una vida mejor, en gran medida inexplicable desde la perspectiva de sus acomodados descendientes. Aquella generación de 1936, heredera de un país en ruinas, supo – de un modo que hoy parece poco menos que milagroso – no sólo reconstruir un mundo arrasado, sino transformar aquella triste realidad de su infancia en una de las sociedades más prósperas y libres del planeta. Ni que decir tiene, los milagros no existen: lo que esa generación logró lo hizo a costa de años de trabajo duro y continuos sacrificios. Pero es imposible que la simple necesidad, por sí sola, sostuviese durante tanto tiempo ese espíritu de sacrificio: había además en esas personas un sentimiento de esperanza, una rara ilusión en que las cosas podían ir a mejor. Es probable que nuestra visión de la realidad de aquella posguerra se fije de forma obsesiva en lo negativo – la represión, la violencia, la pobreza – obviando el impacto que los acontecimientos positivos, probablemente escasos, pero tal vez por eso más significativos, podían tener en quienes los vivieron. Volviendo a la infancia de mi padre, quizá la liberación de mi abuelo, su regreso a casa – otros muchos no tuvieron esa suerte – la percibiese como una luz al final del túnel: una señal, a la que pronto seguirían otras, de que, en efecto, las cosas podían cambiar y el futuro no tenía por qué repetir ni los errores ni los horrores del pasado. Según me contó mi abuela, el día en que mi abuelo regresó ella y sus hijos habían ido a comer al campo, con unos parientes. Aquella tarde, montado a caballo – un animal que le habían prestado en Fonsagrada para llegar hasta la aldea – mi abuelo apareció de pronto ante sus ojos, como en un sueño.
No creo que el impacto de esa aparición compensase tantos meses de ausencia. Pero, de alguna manera, tuvo que abrir una brecha en aquella oscura realidad, revelando que no todo estaba perdido, que había, al menos, la posibilidad de superar aquel estado de cosas. El regreso del padre a casa venía a sumarse, además – como una suerte de confirmación o refrendo – a la voluntad de supervivencia que su madre hubo de transmitirles, a él y a sus hermanos, durante la angustiosa espera: a lo largo de esos dos años, mientras sacaba adelante como podía a sus hijos, mi abuela Fulgencia movió Roma con Santiago para salvar la vida de mi abuelo. Las múltiples gestiones que llevó a cabo no sólo dieron fruto: con ellas, probablemente, también envió a sus hijos – los niños, es sabido, aprenden más de un ejemplo práctico que de mil sermones – un mensaje claro y decisivo.
La generación del 36 fue una generación progresista, en el sentido más enérgico y riguroso del término: una generación poseída por la fe en el futuro y en la acción humana como motor del cambio social. Mi padre, sin duda, fue uno de ellos.
Un asunto de vida o muerte
Con todo, la experiencia de un niño de la guerra de ascendencia republicana, crecido en un entorno hostil, no pudo ser inocua. Por fuerza, tuvo que dejar alguna marca indeleble en la personalidad de quien la vivió. En el caso de mi padre, siempre atribuí a esa infancia su carácter reservado y su psicología celosamente naturalista, desdeñosa de cualquier visión ideológica del mundo y especialmente atenta a la realidad pura y dura de las cosas. Tenía una especial habilidad para entender, y, más aún, predecir, el comportamiento de las personas; y esa habilidad no pudo obedecer en exclusiva a su inteligencia natural: hubo de obtenerla con el hábito de la observación atenta, a buen seguro adquirido muy tempranamente, en esos años difíciles en los que la mera supervivencia dependía en gran medida de saber cómo actuar en cada momento.
En cierta ocasión – mi padre tendría entonces seis o siete años – mi abuelo le encomendó una delicada misión: tenía que enviar un mensaje urgente a un hombre al que conocía de vista. “Ve a aquella tasca del pueblo – le dijo – y búscalo. Estará allí, jugando la partida. Dile, de mi parte, que se marche. Que tiene que irse ya”. No hubo más explicaciones. Mi padre corrió a llevar el recado. Sentado a la mesa con sus compañeros de timba, el hombre jugaba a las cartas. El niño que era mi padre se le acercó y le habló al oído: “Dice mi padre que te marches. Que te vayas”. El hombre miró a aquel crío inoportuno y contestó: “Niño, no molestes, que estamos jugando la partida”. Pero el niño, probablemente muy serio – con esa seriedad infantil que siempre transmite una convicción absoluta – insistió: “Que te vayas. Lo ha dicho mi padre. Tienes que marcharte ya”. De pronto, el rostro del hombre palideció. Dejó los naipes sobre la mesa, buscó en su bolsillo unas monedas, que entregó al niño, y sólo dijo: “Gracias”, antes de levantarse y desaparecer.
Fue mi padre el que me contó esa anécdota. Aquel hombre logró huir y escapar a México. Muchos años después, con ocasión de un congreso médico celebrado en Lugo, un cirujano mexicano que participaba en el evento se le acercó y se dio a conocer. Era el hijo del hombre de la taberna, el republicano perseguido por las autoridades franquistas cuya huida había hecho posible el mensaje de aquel niño. Mi abuelo no le había explicado el propósito del mensaje; y el niño, evidentemente, no podía saber exactamente de qué se trataba. Pero intuía – el tono de voz apremiante de mi abuelo no dejaba lugar a dudas – que era algo importante, tal vez un asunto de vida o muerte. De ahí que el niño – del que nadie sospecharía – supiese que no podía irse hasta asegurarse de que aquel hombre hubiese comprendido el contenido de aquel mensaje cuyo sentido ignoraba.
La escuela de la vida
Inhabilitado como maestro, Cacharro Pérez hubo de buscarse la vida como viajante de comercio y profesor particular, primero en A Fonsagrada y más tarde – ya en los años cincuenta del pasado siglo – en la ciudad de Lugo. En su casa de Fonsagrada, mi abuelo preparaba a los niños de la comarca que se presentaban al exigente examen oral de ingreso en el bachillerato. Y entre esos niños estuvo mi padre, que, al igual que sus hermanos, aprobó a la primera aquel temido examen. Un rasgo peculiar de su biografía es que Francisco Cacharro Pardo – el futuro maestro, profesor de la Escuela Normal, inspector de enseñanza primaria y conselleiro de Educación – nunca fue alumno regular de ningún centro docente. No sólo nunca fue a la escuela, preparando el examen de ingreso con mi abuelo, como se dijo. Es que también el bachillerato, los estudios en la Escuela Normal de Lugo y la licenciatura en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense – rama de Pedagogía, lo que hoy sería Ciencias de la Educación – los cursó y superó por libre, al igual que las oposiciones a inspector, para cuya preparación apenas si pisó una academia. Esta radical experiencia de homeschooling creo que fue decisiva en la formación de uno de los rasgos más llamativos de su carácter: un espíritu rabiosamente independiente, crítico e individualista, impregnado de un fuerte escepticismo, cuando no abierta desconfianza, hacia las versiones oficiales o dominantes de la realidad y, al mismo tiempo – acostumbrado desde siempre a buscarse la vida y apañárselas por su cuenta – de una extraordinaria confianza en sí mismo. En el curso de una conversación, hace años, el poeta Luis González Tosar me llamó la atención sobre esa habilidad de mi padre para observar directamente la realidad, sin las anteojeras de la ideología, la propaganda o la moda (mi padre fue, precisamente, la primera persona que me advirtió, en mi adolescencia, de que el fenómeno pasajero de las modas no era exclusivo de la música o la forma de vestir, y se extendía a la cultura y al pensamiento). Esos largos años como estudiante libre, impuestos por la necesidad, fueron también años de trabajo: durante su adolescencia en la ciudad de Lugo repartía mercancías a lomos de una bicicleta y ayudaba a mi abuelo en sus negocios de agente comercial; más tarde, fue empleado del Banco Hispano – Americano en Villafranca del Bierzo, mientras, por las noches, preparaba los exámenes de Magisterio; tras recibirse de maestro, cumplió el servicio militar en el campamento de Parga (Guitiriz) y ejerció la docencia en escuelas rurales de la provincia (y también en el Bierzo), sin dejar de estudiar – una vez más, por libre, sin pisar el aula más que para rendir sus exámenes – la carrera de Filosofía y Letras; por último, preparó las oposiciones a inspector de enseñanza primaria siendo profesor en prácticas o interino (no puedo precisar este dato) en la Escuela Normal de Lugo.
El tener que enfrentarse – con la sola guía de mi abuelo, en sus primeros años, y más tarde en solitario – a la aventura de adquirir conocimientos a través de los libros, se combinó con el aprendizaje simultáneo, emprendido desde abajo, del funcionamiento del mundo real – el comercio minorista y la banca, a través de los que fluye la vida económica cotidiana de cualquier sociedad – cuya atenta observación nunca abandonó. Esa doble condición – estudiante libre y trabajador en diversos empleos – le proporcionó un conocimiento profundo e inmediato de la realidad social, al combinar la experiencia directa de la realidad con la obtención de las herramientas intelectuales para interpretarla.
El recluta Cacharro
Desmintiendo el tópico de las batallitas de la mili, mi padre apenas me contó historias de su servicio militar en el campamento de Parga. Si bien en alguna ocasión le oí comentar que el período de instrucción había sido para él una experiencia entretenida (aunque nunca practicó ningún deporte regularmente, a Cacharro Pardo le gustaba la actividad física al aire libre, y en su juventud fue un buen corredor) no tenía, en general, un buen concepto del servicio militar. En los años en que me tocaba a mí pagar ese curioso impuesto en especie, se cansó de recomendarme que agotase todas las prórrogas posibles, y antes de que el primer gobierno de Aznar – desmintiendo otro tópico – promoviese la abolición del servicio militar obligatorio (librándome, de paso, de semejante destino), me animó a declararme objetor de conciencia para evitar lo que, a su entender, no era más que “una absurda pérdida de tiempo”. Este juicio de valor, con toda probabilidad, tenía también un carácter retrospectivo.
De todos modos, hay una anécdota de su servicio militar que me parece ilustrativa. Cuando el recluta Cacharro llegó al cuartel ya era maestro, y descubrió que entre los mozos de reemplazo había muchos analfabetos. Junto con otros compañeros trasladó a los mandos la iniciativa de organizar clases para enseñar a leer y escribir a aquellos soldados. La idea no prosperó: por lo que me dijo, los mandos se negaron a colaborar poniendo los medios precisos para llevar a cabo dicha iniciativa. Una lástima. En cualquier caso, creo que esta pequeña anécdota ilustra el espíritu de esa generación al que me he referido líneas atrás: una actitud realista, que, sin proponerse abiertamente destruir el orden establecido, trataba de aprovechar, en el seno de dicho orden, cualquier oportunidad que surgiese para ir poco a poco, sin estridencias, cambiando las cosas, de abajo arriba. No siempre se conseguía, como enseña este ejemplo; pero, a la larga, esa actitud social acabaría por dar sus frutos.
El camino de la enseñanza…
Concluido el servicio de armas, Cacharro Pardo empezó a ejercer como maestro rural en diversas escuelas unitarias, continuó sus estudios y, allá por el año 1959, conoció a mi madre en un baile del Círculo de las Artes. Su vida iba tomando forma, orientada hacia la educación: aunque una empresa llegó a tentarle con una oferta para trabajar como director comercial, prefirió continuar una arraigada tradición familiar – no sólo mi abuelo, también mi bisabuelo Moisés Cacharro había sido maestro – iniciando una trayectoria que, desde aquella primera escuela unitaria, le llevaría a ser el primer conselleiro de Educación en la historia de Galicia. Pero no adelantemos acontecimientos: el suyo fue un camino largo, empedrado de dificultades, aunque, eso sí, siempre ascendente. De maestro pasó a profesor de maestros en la Escuela Normal, y, por fin, en 1969 accedió por oposición libre al cuerpo de inspección de enseñanza primaria.
El ingreso en la inspección fue un salto cualitativo en su vida. No sólo le otorgó la estabilidad laboral y económica que le permitió, por fin, casarse con María del Carmen Gosende, mi madre, tras once años de noviazgo, el 17 de julio de 1970; además, lo lanzó a una actividad profesional que parecía hecha a la medida de su vocación. Lo que ahora voy a escribir es una simple impresión subjetiva, pero creo que aquellos años en la inspección fueron, quizá, la época más feliz de su vida. Por fin todo parecía encajar: la vida de recién casado y el nacimiento de sus dos primeros hijos – el tercero, mi hermano Juan, aún esperaría, con buen criterio, al advenimiento de la democracia para aparecer por el mundo – coincidieron con el rápido ascenso a la jefatura de la inspección, en un clima de cambio político que suscitaba inquietud e ilusión (aunque creo que más ilusión que inquietud). El cargo de inspector de enseñanza primaria le pilló en el momento justo, con la entrada en vigor de la Ley General de Educación de 1970, la Ley Villar Palasí – así llamada en alusión al ministro tecnócrata que la promovió – que modernizó el sistema educativo, estableciendo la enseñanza obligatoria hasta los catorce años, con la educación general básica – la egebé en la que, mal que bien, se formó mi generación – como pieza principal de una estructura cuyas líneas maestras todavía se perciben en el sistema actual. En su puesto de inspector jefe de enseñanza primaria – en una época en la que las unidades territoriales de la administración tardofranquista gozaban de cierta autonomía de gestión – le tocó liderar el proceso de transformación en la provincia de Lugo. Se volcó en aquella tarea con una entrega absoluta. Hasta tal punto fue así que, ante la insuficiencia de medios de desplazamiento en la Delegación de Educación, adquirió, de su propio bolsillo, un Citroën Mehari con la única finalidad de disponer de un vehículo que le permitiese visitar hasta la última escuela rural de la provincia. El Mehari era un coche simpático y curioso, diseñado a partir de una ingeniosa fórmula basada en el sentido práctico y la economía de medios – una carrocería de plástico y lona montada sobre el chasis de un Dyane 6 – que cuadraba a la perfección con el espíritu, entre pragmático y aventurero, de aquel joven inspector: un todoterreno barato y ligero, que, pese a carecer de tracción integral o caja reductora, se manejaba a las mil maravillas en corredoiras y caminos embarrados o deshechos, merced a sus generosos ángulos, su altura libre y su escaso peso. A bordo del Citroën Mehari, el inspector Cacharro recorría la provincia de punta a punta, y fue en esa época cuando adquirió, palmo a palmo, ese legendario conocimiento del territorio provincial del que tanto se ha hablado y que nunca dejó de asombrarme. Pero no sólo conoció el territorio, sino también a las gentes que lo habitaban. En ese período de su vida, sin saberlo, Cacharro Pardo estaba ya construyendo los cimientos de lo que luego sería la fuente de su poder político: una extensa red social que llegaba a todas partes, cuyos nudos principales eran los maestros de las escuelas rurales, cuya realidad conocía de primera mano y para la atención de cuyos problemas no escatimaba ni tiempo ni esfuerzos. Quizá convenga aclarar que mi padre dio a la inspección una orientación claramente gestora, acorde con su inclinación natural: aunque su función teórica fuese inspeccionar escuelas, la información que la inspección proporcionaba, unida a la capacidad de gestión y la ilusión de aquellos jóvenes funcionarios – Manolita Besteiro, Labrada Losada, Mari Luz Abella, Maridosi Sáenz – en una administración educativa carente de medios técnicos, le llevó a asumir, en la práctica, labores activas de gestión, esto es, de solución de los innumerables problemas, de toda índole, con que a diario se encontraban. En más de una ocasión, Labrada Losada me contó que mi padre apenas paraba en la oficina: llegaba, distribuía funciones y tareas, impartía rápidas directrices, resolviendo en pocos minutos, con su característico sentido práctico, los más variopintos asuntos; y, en cuanto podía, salía a visitar las escuelas. Como he dicho, la dedicación al trabajo de aquel funcionario de espíritu antiburocrático era plena, sin sujeción a horarios. De alguna manera, en el servicio de la inspección educativa Francisco Cacharro se encontró, por primera vez, con el hombre de acción que siempre llevó dentro, enfrentado a una tarea gigantesca en proporción a los medios de que disponía que, sin embargo, alimentaba su ilusión al permitirle actuar directamente sobre una realidad palpable e inmediata, al tiempo que satisfacía su curiosidad inagotable por el mundo que le rodeaba. De ahí esa impresión de que aquella fue tal vez la época más feliz de su vida.
…y el camino del mar
Pero el Citroën Mehari no sólo servía para visitar escuelas rurales en aldeas remotas e inaccesibles. Por fortuna, también demostró su utilidad para alcanzar playas salvajes o buscar antiguos poblados castreños en ruinas. En 1970 mis padres se habían comprado un pequeño apartamento en Santa Uxía de Ribeira, donde fijarían su lugar de veraneo durante más de veinte años. Ribeira, que por aquel entonces ya era el primer puerto pesquero de bajura de España, se había transformado muy rápido en una villa pujante, en la que el urbanismo desarrollista de la época dejó algunas huellas escasamente afortunadas. Nuestro apartamento, sin ir más lejos, era un noveno piso en un edificio construido prácticamente sobre la arena de la playa de Coroso; y aunque era una aberración urbanística, que todavía se mantiene en pie, hay que reconocer que la vista de la ría de Arousa desde el balcón era espectacular. Pero, pese a ese crecimiento desordenado, Ribeira era todavía un lugar paradisíaco – lo sigue siendo – al pie de la sierra del Barbanza, dominada por el monte de A Curota, rodeada de playas entonces casi vírgenes. Huyendo de las concurridas playas de Coroso y Cabío, a bordo del Mehari, mi padre se empeñaba en explorar hasta el último rincón de la comarca, que acabó conociendo tan bien como la provincia de Lugo. Íbamos con frecuencia a las dunas de Olveira, a la playa de As Furnas, en Xuño, ya en Porto do Son, o a la playa de Ladeira en Corrubedo, junto al faro cuya luz, en aquellos años, era roja (motivo por el que los marineros le llamaban el faro comunista). Por entonces eran playas solitarias, por las que paseaban los primeros nudistas (en su mayoría, extraños viajeros procedentes del norte de Europa), a las que se llegaba por caminos en pésimo estado y que ni siquiera estaban señalizadas (durante años, la playa de As Furnas fue para mí, simplemente, la playa de las Gaviotas: ese fue el nombre que mis padres dieron a ese espectacular arenal, que ningún letrero indicaba, en cuyos acantilados de pizarra el mar forma piscinas naturales de increíble belleza). También recorríamos la enrevesada carretera que sube a la Curota, en una especie de ritual anual que llevaba a mi padre, cada verano, a subir al menos una vez al mirador de la cumbre, desde el que, casi siempre a la hora del crepúsculo, iba identificando cada montaña, cada cabo, cada isla y cada enjambre de luces que revelaba una población a orillas del mar. A esa pasión por la geografía se unía la de la historia: mi padre sentía fascinación por las antigüedades y los restos arqueológicos. Visitábamos a menudo los castros de Baroña y Neixón, el muelle fenicio de Aguiño, y, sobre todo, el dolmen de Axeitos, que por aquel entonces se erguía, oculto y solitario, en el corazón de un bosque al que sólo podía llegarse siguiendo una pista intransitable. En aquellos veranos de mi infancia, temporalmente liberado de la sobrecarga crónica de trabajo que siempre padeció, Cacharro Pardo daba rienda suelta a esa afición por explorar, que a veces nos llevaba a pasar tardes enteras dando vueltas con el coche, preguntando a los vecinos o consultando mapas de carreteras, en busca de las ruinas de una capilla o los restos de un puente medieval.
Fue también en Ribeira donde afloró una de sus aficiones más conocidas: el mar. Desde niño, recuerdo su empeño por adquirir una lancha de recreo y dedicarse a navegar. Ignoro de dónde le vino esa pasión, si surgió allí en Ribeira o si era un viejo sueño de su infancia. Me inclino más bien por esto último, aunque no pueda explicar muy bien por qué. El hecho es que mi padre era un hombre de tierra adentro, que no vio el mar hasta bien entrada su adolescencia, y que carecía por completo de experiencia náutica alguna. En un hombre así, que ya superaba los cuarenta años de edad y que en su vida había gobernado algo más que una barca de remos en un río, esa obstinada pasión por navegar parecía una extravagancia. En ocasiones, en la playa, cuando una embarcación se acercaba a la orilla, se llegaba hasta ella y se ponía a charlar con el propietario, al que preguntaba todo tipo de detalles. Se empeñó en que mi hermana Carmen y yo siguiésemos cursos de navegación a vela – cosa que hubimos de agradecer – y cada dos por tres aparecía por casa armado de catálogos de barcos – incluyendo zodiacs hinchables y dornas de madera – que estudiaba atentamente. Como es natural, mi madre ponía todo tipo de objeciones a lo que consideraba una locura y un gasto excesivo. Por fin, un día, estando en la playa, vimos acercarse una lancha motora y, cuando llegó a la orilla, descubrimos con sorpresa que era él quien la pilotaba. Como en tantas otras cosas, habíamos subestimado su determinación: cuando a mi padre se le metía algo en la cabeza, rara vez cejaba en el empeño hasta conseguir lo que quería.
Un político en ciernes
Aquella exitosa gestión en la inspección de enseñanza primaria no pasaría desapercibida, y propiciaría su entrada en política. Ya en el año 1970 fue incluido como candidato a concejal por el tercio de cabezas de familia, en el marco de aquel trasnochado sistema de democracia orgánica alumbrado en el Estado corporativo del tardofranquismo. No salió elegido, ni tampoco se había molestado en realizar ningún acto de campaña para captar votos. Pero en 1973 volvió a ser propuesto como candidato, y en ese momento sí decidió postularse activamente para lograr ser elegido. Ni que decir tiene, el sistema distaba mucho de ser, no ya una verdadera elección democrática, sino ni siquiera una elección: su realidad práctica estaba probablemente más próxima a la cooptación o la simple ratificación en las urnas de una designación previamente decidida por la autoridad. Pero las grietas habían empezado a abrirse en el régimen franquista, y a su través existía un cierto margen para la acción. Una oportunidad que aquel hombre inquieto, llamado a actuar, a intervenir en la vida social, no iba a dejar pasar. La campaña personal de captación de apoyos que llevó a cabo – sin ser comparable, naturalmente, a lo que hoy entendemos por una campaña electoral – llegó a oídos de la autoridad gubernativa. A los pocos días, el gobernador civil lo citó en su despacho, y tras una breve conversación poco amistosa, le conminó a que cesase en su campaña o se atuviese a las consecuencias. Mi padre se negó en redondo, se levantó y salió, decidido a atenerse a las consecuencias, que, desde luego, no se hicieron esperar: pocos días después, fue elegido concejal.
El enigma que nunca existió
La muerte del general Franco y el inicio de la transición lo lanzaron definitivamente a la arena política. Y aquí surge lo que para algunos constituye, todavía hoy, un enigma: la afiliación a la Alianza Popular de Manuel Fraga del hijo del republicano represaliado. De entrada, lo que es evidente es que no fue una decisión dictada por un cálculo interesado: Alianza Popular era un partido pequeño, y aunque sus expectativas iniciales quizá fuesen mayores que el magro resultado que luego arrojarían las urnas, nada hacía pensar que pudiesen derrotar a la Unión de Centro Democrático – creada desde el poder y, en aquella época, una máquina electoral que parecía imbatible en la provincia de Lugo – ni a la fuerza emergente del PSOE de Felipe González. De hecho, mi padre recibió muy pronto una oferta de ese partido, a través de una llamada telefónica de algún dirigente socialista local, cuyo nombre no recuerdo, para incorporarse a sus listas electorales. Mi padre rechazó la oferta, y lo que sucedió después dio lugar a una curiosa anécdota que me contó varias veces. Lo de encontrar candidatos no debía ser entonces tarea fácil – tampoco lo es ahora – y quien quiera que fuese su interlocutor del PSOE le preguntó si, de todos modos, podía sugerirle el nombre de alguien relevante de la vida social o cultural lucense que pudiese apuntalar la candidatura. A mi padre se le ocurrió proponer a Xesús Alonso Montero, al que trataba desde su etapa como profesor en prácticas en la Escuela Normal. Un rato después, el teléfono volvió a sonar: era Alonso Montero, hecho una furia, que lo llamaba indignadísimo para reprocharle que se hubiese atrevido a sugerir su nombre – el de un destacado militante del PCE – como candidato por el PSOE. Mi padre, siempre reacio a las rigideces del dogma ideológico, incapaz de comprender que un comunista pudiese sentirse ofendido por el hecho de haber sugerido su candidatura por el partido socialista, muy cortésmente, lo mandó a paseo.
Cuando le pregunté por qué había rechazado la oferta del PSOE, me respondió que, simplemente, no compartía las ideas políticas de la izquierda. Cosa que, desde luego, es sabida: cualquiera que lo haya conocido situará a Cacharro Pardo en las coordenadas del liberalismo y el conservadurismo (en mi opinión, era un conservador bastante liberal, antes que un liberal algo conservador, aunque esto, como toda cuestión de matices, podría discutirse).
En realidad, el enigma parte de un error de apreciación, consistente en asignar a mi abuelo un marcado perfil de hombre de izquierdas, deducido de su breve militancia en el PSOE – un partido entonces muy radicalizado ideológicamente – durante la guerra. Lo cierto, sin embargo, es que mi abuelo – que jamás profesó ideas marxistas ni simpatizó siquiera con esa ideología – era azañista, y se limitó a militar discretamente, en 1935, en Izquierda Republicana (un partido cuyas coordenadas ideológicas hoy se situarían más bien en el centro izquierda, muy lejos, desde luego, del fervor revolucionario de un Largo Caballero). De hecho, en ese mismo año de 1935 abandonó Izquierda Republicana, al parecer por discrepancias con miembros de la agrupación local del partido en Guarromán. En cuanto a su militancia en el PSOE, hay que ponerla muy entre comillas: se produce ya iniciada la guerra, en 1937, en un clima de hostigamiento a los funcionarios en el bando republicano que en la práctica obligaba a estos a obtener algún tipo de aval político para mantener su puesto de trabajo. Fue esa breve militancia, escasamente significativa, la que determinó su condena. En la chapucera sentencia del juzgado militar eventual que, el 27 de marzo de 1940, lo condenó, sin una sola agravante, a seis años y un día de prisión por un contradictorio delito de auxilio a la rebelión (en el colmo del absurdo, los militares golpistas acusaban del delito que ellos mismos habían cometido a quienes se habían atenido a la legalidad republicana) no hay apenas rastro de la larga ristra de acusaciones que incluían las denuncias que dieron lugar a su procesamiento. Su único delito fue haber estado – desde la perspectiva del bando vencedor – en el lugar equivocado en el momento equivocado. Por lo demás, el origen de la denuncia – como de tantas otras en ese período – nada tenía que ver con la política, y sí con la maldad personal de un miserable que ansiaba ocupar su plaza de maestro.
En suma, ni mi abuelo fue nunca un radical de izquierdas ni su condición de represaliado refleja tampoco una profunda implicación en el bando republicano, que tuvo más de circunstancial que otra cosa. Como a tantos otros españoles de a pie, el azar histórico lo situó en uno de los dos bandos en una guerra que, simplemente, no era la suya.
Sin duda, mi padre tenía ideas políticas diferentes a las de un moderado republicano de izquierdas, pero no existía ningún abismo ideológico entre ambos. Mi padre quería y respetaba a mi abuelo, al que visitábamos todos los domingos, con el que hablaba de forma cordial y distendida, aunque siempre lo trataba de usted. La relación entre ellos era estrecha, fluida, normal: mientras su salud se lo permitió, mis abuelos nos acompañaban en nuestras vacaciones de verano en Ribeira (fue en el balcón de aquel apartamento con vistas a la ría donde mi abuelo me enseñó, por las mañanas, la tabla de sumar). El supuesto enigma, en fin, además de una percepción exagerada del republicanismo de mi abuelo, sólo encubre un doble prejuicio: primero, el de que los hijos han de heredar necesariamente la ideología de sus padres, y lo contrario ha de ser considerado una extraña anomalía; y, segundo, el de que el hijo de un republicano que había sufrido la represión no podía formar parte de un partido político dirigido por un ex – ministro franquista: curioso razonamiento, si bien se mira, que parece postular la imposibilidad de reconciliar a las llamadas dos Españas, condenadas, por lo visto – como si de una maldición bíblica se tratase – a coexistir como dos comunidades enfrentadas a perpetuidad en el seno de una misma nación. Así nos va.
Un intruso en la corte
Los resultados de Alianza Popular en las elecciones constituyentes de 1977 no fueron para echar cohetes: tan sólo un 8,34 % de los votos en las elecciones al Congreso, y, en el Senado, apenas dos senadores electos en todo el Reino de España. Uno de ellos, mi padre. El dato, creo, habla por sí solo del alto grado de apoyo social que había conseguido aquel joven inspector de enseñanza primaria, completamente ajeno a los círculos del poder político y económico de Lugo, pese a competir amparado en unas siglas que, objetivamente, habían fracasado, y que quizá entonces restaban más que sumaban. Sé que las comparaciones son odiosas, pero las diferencias con el otro senador electo por Alianza Popular en aquellos comicios – Abel Matutes Juan, elegido por Ibiza, de la que ya había sido alcalde, dueño del Banco de Ibiza y de múltiples hoteles en la isla, con todo lo que ello implica en cuanto a capacidad para la captación de sufragios – son, creo, harto elocuentes. Con el tiempo, se ha consolidado la imagen de Cacharro Pardo como el todopoderoso barón provincial del PP lucense: una suerte de oligarca supremo del establishment. Pero, en rigor, en el inicio de su carrera política, Paco Cacharro era un auténtico outsider.
Se iniciaba una nueva etapa, la más conocida, de su trayectoria. Pese a ser senador, y mientras pudo, continuó un tiempo trabajando en la inspección, hasta que la legislación de incompatibilidades le forzó a dejar su puesto, para dedicarse, ya por entero, a la política. Alianza Popular era entonces una fuerza secundaria – en las elecciones del 79 había incluso empeorado los resultados de 1977, perdiendo casi medio millón de votos, aunque el número de senadores ascendió a tres, incluyendo, de nuevo, a mi padre – pero el panorama político pronto iba a dar un giro inesperado, y fue precisamente en Galicia donde ese cambio tuvo lugar. En 1981 Alianza Popular ganó las primeras elecciones autonómicas y, bajo la presidencia de Albor, formó el primer gobierno de la Xunta. Mi padre fue parte de aquel ejecutivo primerizo, como conselleiro de Educación. El cargo suponía un desafío en toda regla: el gobierno se había formado a principios del verano, pero el curso escolar tenía que iniciarse en septiembre. Aquel verano, en el que apenas pisó la playa un día o dos, tras duras negociaciones con el gobierno central de la UCD, logró completar en un tiempo récord la parte fundamental de las transferencias a la Xunta de Galicia de los medios materiales, financieros y humanos de la administración educativa, e iniciar el curso ya bajo la gestión del ente autonómico. Como dije, ese verano apenas descansó, pero sí viajó con nosotros hasta Ribeira cuando iniciamos las vacaciones. Yo lo acompañaba en el coche, y en el camino se detuvo en Santiago para pasar por su despacho y gestionar algunos asuntos urgentes. De ese modo tuve ocasión de conocer lo que entonces, en 1982, era la sede central de la Consellería de Educación: un simple entresuelo alquilado en la plaza de Vigo, en el que, contando a mi padre, creo que no había más de siete u ocho personas.
Su mandato como conselleiro fue, probablemente, la etapa más difícil de su carrera política: viviendo a caballo entre Lugo y Santiago, se enfrentaba a una tarea inédita y, en cierta medida, imposible: gestionar el sistema educativo al mismo tiempo que se ponía en marcha su administración (en cierto modo, el equivalente a habitar en un edificio al tiempo que éste se va construyendo). Con todo, no creo que fuesen esas dificultades objetivas las que le llevaron a dimitir tan solo un año después. Fue otra cosa: el descubrimiento del lado más oscuro de la política, el que tiene que ver con la lucha por el poder antes que con la gestión de los asuntos colectivos. En efecto, hasta entonces la vida pública de Cacharro Pardo se había ceñido, primero, a la gestión administrativa – al margen de la batalla política en sentido estricto – desde la Delegación de Educación; luego, a su escaño de concejal por Lugo, y por último a la actividad parlamentaria como senador de un grupo minoritario, una experiencia de la que había extraído ya cierto grado de desencanto (con frecuencia me explicaba que el debate en las Cortes Constituyentes parecía estar limitado por extrañas fuerzas que habían pactado ya, a espaldas de las cámaras parlamentarias, las decisiones fundamentales) pero que en todo caso le había ofrecido la oportunidad de participar en un momento decisivo de la historia de este país. En el Madrid de la época, la vida política debió ser para él una experiencia novedosa y trepidante, a la que se añadía el atractivo del contacto con personalidades de la cultura como Camilo José Cela (a la sazón, senador por designación real, y con el que llegó a trabar cierta relación de amistad) e, incluso – debido a su forzosa inclusión en el grupo mixto – con políticos situados en el extremo opuesto a su forma de pensar, como el padre Xirinacs: un sacerdote catalán de ideología radicalmente izquierdista e independentista, con el que negociaba el reparto de los tiempos para la exposición y defensa de las enmiendas durante el debate de la Constitución (labor ciertamente complicada, habida cuenta de que Xirinacs había propuesto un extenso paquete de enmiendas que implicaban una verdadera constitución alternativa, de corte confederal). De Xirinacs – con un largo historial de huelgas de hambre y encarcelamientos durante el franquismo, y que acabó condenado en 2002 por enaltecimiento del terrorismo – llegó a comentarme que le parecía buena persona, y que era un ejemplo de los estragos que la ideología podía llegar a causar en un hombre inteligente.
En cambio, la experiencia en el primer gobierno autonómico le decepcionó profundamente. Era un gobierno en minoría y aquejado por fuertes divisiones y rivalidades internas, bajo el débil liderazgo de Fernández Albor: cuando las discusiones en el seno del Consello de la Xunta se enconaban – cosa que, al parecer, era relativamente frecuente – Albor solía levantarse y salir de la sala de juntas; un rato después una de sus secretarias abría la puerta tras llamar, y preguntaba a los conselleiros si deseaban un café o cualquier otra cosa, lo que no era sino un ardid de Albor para que la funcionaria le informase de si la discusión seguía caldeada o ya se habían calmado los ánimos. Solo en el caso de que la tormenta dialéctica hubiese pasado, el presidente de la Xunta reaparecía, momentos después, y ordenaba continuar la reunión como si nada hubiese ocurrido. En aquel ambiente enrarecido, cuajado de tensión política, intrigas y conspiraciones palaciegas, Cacharro Pardo se sentía como un pulpo en un garaje. Por eso decidió marcharse, para dedicarse en exclusiva a la política local en la provincia. Y creo que por eso nunca quiso regresar a la política autonómica, pese a las tentadoras ofertas que le hizo Manuel Fraga, de forma reiterada (y, fiel a su estilo, a veces, conminatoria) para que aceptase ser vicepresidente de la Xunta. Se ha dicho que su negativa a asumir la vicepresidencia de la Xunta obedeció a que temía que tal nombramiento no fuese sino una maniobra de Fraga para alejarlo de la provincia en la que residía su fuerza electoral; pero lo cierto es que esa vicepresidencia, hábilmente gestionada – y, sin duda, Cacharro Pardo hubiese sabido cómo hacerlo – le hubiese permitido consolidar e incluso incrementar sus apoyos en Lugo, al tiempo que proyectaba su imagen en el resto de Galicia, colocándolo en una posición privilegiada de cara a la sucesión de Fraga. La realidad, sin embargo, es que ni esa hipotética sucesión (por la que tantos políticos perderían la cabeza) ni tampoco la mera vuelta al gobierno gallego le interesaron jamás lo más mínimo: la política provincial – a la que regresó en 1983, el año en que fue elegido presidente de la Diputación – colmó sus aspiraciones políticas.
El barón lucense: entre el mito y la realidad
Entre 1983 y 2007 – la friolera de veinticuatro años – Cacharro Pardo gobernó con mayoría absoluta la Diputación Provincial de Lugo. Tras la breve e intensa aventura política en el primer gobierno de Galicia, se entregó con su habitual entusiasmo a la tarea. Al igual que años antes en la jefatura de la inspección educativa, había encontrado un cargo público que parecía hecho a su medida. Con dos diferencias, una a favor y otra en contra. A favor: que por primera vez disponía de la capacidad de decisión y de los medios humanos y materiales para poner en práctica sus ideas; en contra, que a diferencia de la inspección, la presidencia de la Diputación lo situaba de lleno en el epicentro de la confrontación política, con lo que ello implica de exposición permanente al conflicto. La política – ya lo dijo Max Weber – es lucha: una lucha constante por alcanzar y conservar el poder, que ningún político puede obviar, so pena de verse, tarde o temprano, expulsado a las tinieblas exteriores y condenado al ostracismo (esto es, a la inoperancia política absoluta). Es cierto que la lucha y los continuos conflictos son elementos que, en mayor o menor medida, acompañan continuamente cualquier vida humana. Pero esa lucha, en el mundo de la política, adquiere una dimensión cualitativamente diferente: amplificada y distorsionada por los medios de comunicación, la presión social y la magnitud de los intereses en juego, se vuelve una carga difícil de soportar, exigiendo para ello un enorme consumo de energía física y moral. Sólo el que lo ha vivido lo sabe. En contrapartida, la política otorga unas posibilidades de acción transformadora de la vida social que muy pocas actividades humanas pueden ofrecer. La recompensa psicológica que conlleva esa acción política – cuando es coronada por el éxito – constituye el principal aliciente y la retribución que compensa tanto esfuerzo. Ni que decir tiene, excluyo de estas consideraciones ciertas formas patológicas de entender la actividad política sobre las que, creo, no es preciso extenderse aquí.
En su largo mandato – se dirá – como en toa obra humana, hubo luces y sombras, aciertos y errores. Es verdad. Pero – y dando por descontado que cualquiera que lea estas líneas está en su derecho a considerar que la filiación del que suscribe le inhabilita para ofrecer un juicio imparcial y objetivo – creo, sinceramente, que fueron más, muchas más, las luces y aciertos que las sombras y errores. Avala esta consideración, de entrada, el amplísimo apoyo electoral obtenido a lo largo de un período tan extenso: resulta difícil entender que una mala gestión pueda cosechar, de manera tan sostenida en el tiempo, un apoyo tan aplastante. Pero, en contraste con ese continuo apoyo electoral, o tal vez como consecuencia de su éxito, y en el marco de esa agotadora lucha por el poder que constituye el contexto inevitable de cualquier acción política, muy pronto se forjó una leyenda negra en torno a la persona de Francisco Cacharro que obliteró las luces al tiempo que agigantó las sombras.
La leyenda negra es conocida: retrata a un hombre maquiavélico, calculador e impenetrable, un cacique a la antigua usanza, cuyo apoyo electoral obedecía a la existencia de una red clientelar que, mediante la estricta administración de prebendas políticas, controló durante años el flujo de los votos mediante una maquinaria perversa y antidemocrática. Conforme a esta visión, su gestión se habría limitado al reparto graciable de subvenciones y empleos públicos, bloqueando de paso cualquier iniciativa innovadora para el progreso social y sumiendo a la provincia, en definitiva, en una crónica situación de atraso económico que, de paso, perpetuaba la vigencia de ese mecanismo de control clientelar. Naturalmente, esta es la versión más radical y extrema de la leyenda negra, y existen otras, menos caricaturescas y más moderadas, aunque su discurso, en el fondo, se basa en las mismas premisas.
Esa leyenda negra tuvo un relativo éxito. Relativo, porque a pesar de las múltiples campañas de desprestigio de su imagen llevadas a cabo por ciertos medios de comunicación – de cuyo nombre no quiero acordarme – y a despecho del natural desgaste que conlleva un mandato político tan prolongado, lo cierto es que Cacharro Pardo siguió siendo, hasta el final, prácticamente imbatible en las urnas. Pero éxito, a fin de cuentas, porque esa leyenda negra, en gran medida, caló en el imaginario político de demasiada gente. Indagar en el porqué del éxito de esa caricatura del político que fue nos llevaría demasiado lejos, hasta un análisis de cómo los medios de comunicación, en las democracias de masas, son capaces de construir un relato que, a despecho de su desconexión de la realidad, puede acabar imponiéndose en la opinión pública. Incluso cuando se alaba su gestión, es frecuente que el discurso enseguida sufra una marcada inflexión para, tras reconocer sus logros, matizarse con una crítica abierta a esos negativos rasgos legendarios del personaje. En todo caso, es cierto que Cacharro Pardo no supo, o no quiso, combatir esa leyenda negra. Yo creo que hay dos motivos que, al menos en parte, explican el fenómeno. El primero es que cuando mi padre inició su actividad política, lo hizo – ya se contó aquí – apoyado en una red social muy poderosa, forjada en sus años de inspector de educación, y cuyos nodos principales eran los maestros rurales de la provincia (muchos de los cuales fueron candidatos a la alcaldía de sus municipios), pero que, a partir de estos, se diversificaba a través de gentes de la más diversa índole, oficio y condición. Era una red interclasista, transversal y, en sus fundamentos, heterárquica, que se basaba en el conocimiento y la confianza personal: pese a la leyenda negra, mi padre no disponía de oscuros poderes para someter voluntades – una simple rebelión de alcaldes hubiese dado al traste con su mandato en cualquier momento – sino que ocupaba una posición natural de liderazgo que se basaba en el diálogo constante y en la capacidad para resolver conflictos y solucionar demandas reales de gestión. Pues bien, esa densa y tupida red social, que le permitía llegar hasta el último rincón de la provincia, le hizo relativamente independiente de los medios de comunicación, y probablemente indujo que, a diferencia de otros políticos, descuidase un tanto ese campo. Con el tiempo, sin embargo, la transformación social trajo una realidad mucho más urbana, que alzaprimó el papel de los medios sobre el conocimiento directo de la persona, empañando la percepción natural de su figura – sobre todo, en la ciudad de Lugo – para sustituirla, poco a poco, por el oscuro personaje de la leyenda. Un segundo motivo, entrelazado con el anterior, tiene que ver con su personalidad: Cacharro Pardo se negaba a posar, se negaba a fingir y, sobre todo, se negaba a pagar para que le fabricasen una imagen políticamente correcta. Cuando lo entrevistaban, actuaba tal cual era, decía lo que pensaba y con frecuencia no sorteaba los charcos que se abrían ante él. Sus enemigos – tenía muchos – aprovecharon para golpear en ese flanco débil, manufacturando la caricatura – el cacique antañón de colmillo retorcido – que estaba en las antípodas de su personalidad real, tanto humana como política.
Pero la realidad desmiente ese mito. Su gestión al frente de la Diputación Provincial se parece como un huevo a una castaña a la propia de un régimen caciquil. Un par de datos económicos – cuya objetividad no admite discusiones – lo revelan: para empezar, la Diputación de Lugo, cuando la abandonó, no sólo era una entidad local con una robusta salud económica, sino que incluso su gasto en personal – a pesar de haber mantenido, a lo largo de su mandato, la gestión de dos hospitales – era inferior al que tenía cuando llegó al poder, e inferior, en términos porcentuales, al de otras diputaciones de similares dimensiones; para seguir, la Diputación de Lugo – que gestionaba una red de carreteras que prácticamente doblaba en extensión a las del resto de diputaciones gallegas y que, en buena medida, discurría y discurre por territorios de montaña – fue, en la mayoría de los años de su mandato, la administración provincial más inversora de Galicia en términos relativos.
Pero si a estos datos numéricos le añadimos la relación de las iniciativas políticas llevadas a cabo bajo su presidencia, el balance es abrumadoramente contradictorio con esa leyenda negra. Si por algo estuvo caracterizada su gestión fue, no sólo por el correcto funcionamiento de los servicios provinciales (en particular, esa enorme red de carreteras provinciales, una de las mayores de la península ibérica, que además de ser conservadas en excelente estado, se ampliaron con la apertura de nuevas vías de audaz diseño, que muchos juzgaban imposibles) sino por el cúmulo de iniciativas innovadoras, de un marcado carácter estratégico y con un potencial tractor del desarrollo provincial, que han quedado como pruebas contundentes de lo que digo. El desarrollo de una política provincial de creación de suelo industrial a través de SUPLUSA, el impulso a la investigación genética para la mejora de la cabaña ganadera llevado a cabo en la Granja Gayoso Castro, la reforma y ampliación del Museo Provincial, la financiación y gestión de equipamientos e infraestructuras esenciales en los pequeños municipios (sobre todo, en el abastecimiento y saneamiento, en la red viaria local o en las instalaciones deportivas), la creación de la Fundación TIC, el parque del río Rato, la creación de las primeras rutas fluviales turísticas en catamarán por la Ribeira Sacra, el impulso pionero a la declaración de reservas de la biosfera, el apoyo y protección al Camino de Santiago o al Centro de Artesanía y Diseño… y tantas otras que me dejo en el tintero, para no aburrir al esforzado lector, antes de concluir la relación con la promoción del campus universitario de Lugo – probablemente la acción política que de forma más decisiva contribuyó a la modernización y transformación de la capital lucense, que hoy resulta inconcebible sin esa infraestructura universitaria – cuyo buque insignia fue la Facultad de Veterinaria, construida por la propia Diputación, y el Hospital Clínico Veterinario Rof Codina, del que fue su principal impulsor político. Es significativo observar que gran parte de sus iniciativas tuvieron por objeto el mundo de la educación, la cultura, el deporte o el medio ambiente. No era un político anticuado y carpetovetónico, dedicado a repartir favores y subvenciones y llenar las aldeas de cemento. Era un auténtico líder social, con una visión estratégica e innovadora de la acción política. Los resultados de esa gestión siguen en pie. Nadie puede negarlos.
Fue una velada triste
Hay una extraña fuerza en la naturaleza que, de forma inexorable, tarde o temprano arrastra a los seres y las cosas hacia su decadencia. En hombres y mujeres se manifiesta en el envejecimiento que, asociado a la enfermedad o al simple deterioro físico, nos lleva a la muerte. Con frecuencia, esa decadencia física va ligada a la espiritual: no sólo fallan las fuerzas y las arrugas se extienden sobre el rostro: también las ideas se vuelven repetitivas, se encierran en sí mismas y parecen dar la espalda al mundo que las rodea; y la voluntad flaquea, desaparece el deseo de hacer cosas nuevas y el ánimo, encogiéndose, concentra sus menguantes energías en la mera subsistencia del cuerpo que lo sostiene. La mirada se vuelve hacia atrás, hacia el recuerdo – como si ensayase el gesto de la despedida definitiva – y la ilusión, incapaz de proyectarse hacia el futuro (como no sea a través de los propios descendientes) se atrinchera en la conservación del presente. Con frecuencia sucede eso. Pero no siempre.
Mi padre fue una de esas afortunadas excepciones. En sus últimos años continuaba lleno de ideas y proyectos: frisaba los setenta años cuando, tras la puesta en marcha de un centro de formación en imagen y sonido a través de la Fundación TIC y con SUPLUSA en plena actividad, impulsó el proyecto de la presa del Narla, una ambiciosa iniciativa que perseguía resolver la problemática del suministro de agua potable a la ciudad de Lugo y los municipios de su comarca, con una calidad superior a la actual, una capacidad de suministro garantizada para varias décadas y un menor coste del servicio. Por desgracia, este último gran proyecto no llegó a culminarse, ante las trabas de toda índole opuestas por sus rivales políticos. En 2007, con setenta y un años de edad, quería volver a presentarse a las elecciones y presidir la Diputación. Había previsto que su relevo se produjese a continuación, entregando al que había de ser su sucesor el bastón de mando en el ecuador de ese último mandato y, por ende, en las mejores condiciones posibles para mantener el poder.
Pero las cosas se torcieron. Los últimos años de la vida política de Cacharro Pardo fueron amargos y difíciles. Dos hechos confluyeron para generar esa dificultad. De una parte, las luchas internas por el poder en el partido. De otra, el inicio de una mediática investigación judicial, bautizada como Operación Muralla.
Lo de las luchas internas por el poder en el seno de un partido político no es noticia: forma parte de la normalidad en una sociedad democrática, y es en cierto modo natural que, tras un mandato tan prolongado, la generación siguiente ansíe consumar el proceso de sucesión. Cuestión distinta es la forma en que se haga, y los medios que para ello se empleen. Existe cierto consenso en cuanto a que la Operación Muralla fue utilizada, por propios y extraños, como elemento de presión para que abandonase la política activa. Pero no fue la Operación Muralla la que lo apartó de la vida política: convencido de su inocencia – que finalmente avalaría el proceso judicial – esa investigación (en la que en realidad no fue imputado hasta 2013, es decir, varios años después de haber abandonado la política activa) no influyó lo más mínimo en su decisión de marcharse. Fue otra fuerza – más humana y profunda – la que lo decidió a ello: el hastío, el cansancio producido, no por la edad y el trabajo incesante, sino por la sensación de haber sido abandonado por muchos de los suyos. En pocas palabras: se hartó, y se marchó a casa.
Por aquel entonces, muchos dijeron que ya era hora, repitiendo, por activa y por pasiva, que su figura restaba votos. En aquellas primeras elecciones locales de 2007 en las que ya no participó como candidato, el Partido Popular perdió la mayoría en la Diputación y experimentó un notable retroceso en muchos ayuntamientos (en alguno de los cuales, y esto es significativo, ni siquiera llegó a poder presentar candidatura).
En cuanto a la Operación Muralla, merece, sin duda, un breve comentario. Cuando mi padre observaba cómo se exageraban ciertos acontecimientos, solía citar las palabras de Horacio evocando la fábula de Esopo que cuenta la historia del parto de los montes: parturient montes, nascetur ridiculus mus; en una rueda de prensa, fiel a su carácter irónico, tradujo libremente: mucho ruido, y al final sale un ratón pequeñito. La Operación Muralla es un ejemplo paradigmático de uno de esos partos montuosos que, de cuando en cuando, parecen conmover los cimientos del orden político, para luego quedar en nada. Lo cierto es que se trataba de un asunto menor: una trama, a la que mi padre era ajeno, en la que algún funcionario subcontrataba, a través de una empresa en la que participaba, parte de los trabajos que previamente, mediante contratos menores, la Diputación había adjudicado a otra empresa. Eso era todo. Sin negar la gravedad de tales prácticas – un delito de negociaciones prohibidas a los funcionarios – lo que no tiene ni pies ni cabeza es que para investigar tal asunto fuese preciso llevar a cabo un espectacular registro del palacio de San Marcos, digno de un thriller político de bajo presupuesto, retransmitido en directo por los medios de comunicación (previamente avisados al efecto, como es lógico), durante el que incluso se detuvo y llevó esposado a un funcionario que luego ni siquiera llegaría a ser procesado. Con mandar un par de policías judiciales a recoger los expedientes en las oficinas correspondientes hubiese bastado y sobrado. Pero naturalmente, la intención principal de quien diseñó la operación no era investigar un posible caso de corrupción administrativa, sino escenificar un show televisado que provocase un escándalo político de mayúsculas proporciones.
El tiempo acaba por poner las cosas en su lugar; pero, con frecuencia, tarda demasiado en hacer su trabajo. Tras su espectacular inicio, la Operación Muralla comenzó a desinflarse, arrastrándose como una tortuga por los pasillos de los juzgados, en cuyos sótanos se almacenaban, pudriéndose por la humedad, los expedientes administrativos incautados. Mi padre continuó con su vida: jubilado en la política, se mantenía activo, emprendiendo negocios, leyendo, viajando con mi madre, navegando. En 2013, tras casi nueve años de interminable instrucción, la Audiencia Provincial – tras reiteradas negativas de la juez instructora a declararlo como persona investigada – ordenó su imputación, según afirmaba la resolución judicial, nada menos que para garantizar a Cacharro Pardo su derecho de defensa. Cualquier jurista que analizase el caso con cierta objetividad no podía sino concluir que no había base alguna para tal imputación. Pero es evidente que, tras el grotesco circo montado en los primeros meses de estruendosa investigación, las cosas no podían acabar con el mero procesamiento de un par de funcionarios. De ahí la obsesión de los diversos fiscales que, hasta finales de 2014, llevaron el caso, por lograr la imputación judicial de mi padre, único resultado que, al menos, permitía justificar la desmesura de la Operación Muralla.
La imputación coincidió con el inicio de la enfermedad que acabaría matándole: una mielofibrosis medular, una enfermedad rara y cruel: un trastorno de la médula ósea, en la que el tejido fibroso se acumula impidiendo al cuerpo fabricar sangre. Fue un momento duro, largo, triste: el proceso judicial avanzaba a la vez que la enfermedad, cuyo agravamiento nos obligaba a hospitalizar a mi padre con cada vez mayor frecuencia. Las continuas transfusiones de sangre lo mantenían vivo, pero la enfermedad era incurable: su avanzada edad volvía inviable un trasplante de médula ósea, único remedio conocido. Aquel año largo transcurrió entre los fríos escritos judiciales de un proceso en que se pretendía juzgarlo por delitos inexistentes, y los informes médicos, cada vez más alarmantes.
Un buen día, el proceso judicial dio un brusco giro cuando el asunto cayó, por fin, en manos de un fiscal honrado y decente: el teniente fiscal Jesús Álvarez, quien, tras analizar el sumario, llegó a la conclusión de que procedía una negociación con los procesados. La abogada de mi padre, Lucía Vázquez – que había desplegado una labor extraordinaria en su defensa, y de la que, dado el precario estado de salud de mi padre, yo era el interlocutor habitual – me llamó una mañana: “El fiscal quiere negociar”, dijo. Sin siquiera consultarlo con él, le contesté al vuelo: “Dile que libre absolución o nada. O retira los cargos, o vamos a juicio. Mi padre es inocente: no vamos a pasar ni por una simple multa”. Un momento después, llamé a mi padre. Como esperaba, me confirmó la decisión, sin vacilar ni un momento. Lucía se reunió con el fiscal, y éste – en un gesto de valentía que le honra, ya que se exponía a fuertes críticas si retiraba los cargos en un caso tan mediático – decidió retirar la acusación. El 26 de enero de 2015 la Audiencia Provincial dio, por fin, carpetazo al asunto, tras nueve años de investigación “lenta, dubitativa y errática”, en palabras del teniente fiscal. La abogada de mi padre, Lucía Vázquez, trataba de explicar en declaraciones a la prensa el disparate judicial al que Cacharro había sido sometido: “Quizá hay un desconocimiento importante del ámbito administrativo, porque todos los contratos eran menores de 12.000 euros y se podían adjudicar directamente a una persona. Y a pesar de que el señor Cacharro siempre lo hizo por procedimiento negociado invitando a tres empresas, como dijimos en varios recursos, quisieron seguir con el caso para llevarlo a juicio. Y, lógicamente, cuando el actual fiscal, de larga experiencia, se encontró sin argumentos, no tuvo más remedio que negociar para no dejar en mal lugar a la Fiscalía”. Pero no hubo tiempo para celebraciones: mi padre moriría apenas cinco semanas después de haber ganado su última batalla. La enfermedad se aceleró de golpe en esas fechas posteriores a la absolución, como si su cuerpo, pasada la tensión del proceso judicial, hubiese bajado la guardia frente a su enemigo interior. El 5 de marzo, en una triste velada, cenó sentado a la mesa con su familia por última vez. Apenas podía hablar ya. Murió en su casa, el domingo 8 de marzo de 2015, al amanecer.
“…yo voy soñando caminos de la tarde…”
Si tuviese que dar una definición breve de mi padre, en una sola palabra, diría que fue, ante todo, un explorador: un hombre de acción, ansioso por recorrer caminos, en tierra o mar, que nos llevasen a descubrir la belleza de un paisaje o el misterio de unas ruinas interrogándonos desde el pasado. Un explorador que, tal vez por azar (“si no hubiese entrado en política en la transición” – me comentó una vez – “quizá ya no lo hubiese hecho nunca”) se había adentrado en los oscuros caminos de la política, buscando cómo arrojar luz entre las sombras de la incompetencia y el conformismo, cómo abandonar los senderos trillados de la gestión pública y abrir nuevas rutas por las que avanzar hacia el futuro.
Pero esa definición, como cualquier otra, es reductora: se corre el riesgo de olvidar que el hombre de acción, siempre volcado hacia el mundo exterior, poseía una vida interior intensa y reflexiva, que su carácter celosamente reservado – pese a su espontánea naturalidad de hombre alegre, amante de la música, el baile y el sentido del humor – no ocultaba, pero tampoco exhibía. Parte de la leyenda negra lo caricaturiza como un hombre artero de escasas inquietudes intelectuales (como llegó a escribir cierto célebre periodista desinformado de la capital). Su extensa biblioteca – de más de mil libros – desmiente una vez más esa absurda leyenda. Era un lector voraz en el que se reunían – y creo que esa combinación no es muy frecuente – el estudio y la reflexión profunda con una experiencia vital intensa y variada. Cacharro era un hombre de formación orteguiana: Ortega y Gasset era el autor más frecuente en las estanterías de su biblioteca, y se leyó toda su obra (quitando, quizá, la correspondencia y publicaciones menores) desde muy joven: aunque tenía ediciones de sus obras completas relativamente recientes, los ejemplares de sus libros fundamentales eran viejas ediciones de la colección Austral, de sus años de estudiante. La filosofía orteguiana de la razón vital cuadra como un guante con su forma de ser. Le apasionaba la poesía de Antonio Machado – “…yo voy soñando caminos de la tarde…” – y en su biblioteca, en la que abundaban los grandes de la literatura (de Cervantes a Vargas Llosa, pasando por Shakespeare, de Fray Luis de León a Baroja, pasando por Clarín y Azorín, junto a otros autores menos conocidos, como el escritor noruego Knut Hamsum, por el que sentía especial aprecio) se daban cita clásicos de la filosofía – Platón, Aristóteles, Kierkegaard y hasta el temible Hegel – junto a autores insospechados: casi toda la obra de Freud, por ejemplo, o los principales ensayos de Herbert Marcuse en gastadas ediciones de los años sesenta, junto a algunas de las obras más lúcidas de Friedrich Hayek o ensayos de Keynes, lo que da una idea de la amplitud y diversidad de esas inquietudes intelectuales. Abundaban también los libros de historia, en especial historia medieval, otra de sus grandes aficiones. Cuando yo era niño, nos leía a mi hermana y a mí poemas de Tagore. Que yo recuerde, en mi infancia sólo me recomendó la lectura de tres libros: El principito, de Saint – Exupéry, Rebelión en la granja, de George Orwell, y Merlín y familia, de Álvaro Cunqueiro. No era un padre que se dedicase a sermonear a sus hijos: como buen pedagogo, educaba con el ejemplo, y esas tres recomendaciones de lectura revelan, creo, un plan pedagógico completo e insuperable. Cuando tenía dieciocho años, le correspondí sugiriéndole que leyese a Karl Popper: La sociedad abierta y sus enemigos. Semanas después, en un duro debate con el portavoz del Bloque en el pleno de la Diputación, mi padre utilizó, citando expresamente a su autor, algunos de los más brillantes argumentos de Popper en contra del pensamiento antiliberal.
Apunté también que era un hombre alegre: una persona vitalista, con una especial sensibilidad para el arte y la música y, sobre todo, con el don de una voz de oro: en su juventud, formó parte de una coral, y en sus años de madurez lo recuerdo cantando en fiestas y celebraciones familiares, con frecuencia acompañado a la guitarra por mi hermano.
Fue, ante todo, un hombre sabio, tolerante, bueno.
Pero, pese a las múltiples dimensiones que encerraba su compleja personalidad, esa imagen del explorador – a despecho de sus limitaciones – vuelve siempre a mi cabeza, cada vez que lo recuerdo. Fue, eso sí, un explorador precavido: cuando se aventuró en el laberinto de la política, lo hizo sin soltar jamás el hilo de Ariadna que mi madre – la compañera que, tantos años atrás, había unido su vida a la suya, a sabiendas de que el destino de la mujer de un explorador es, con frecuencia, la soledad y la espera – sostuvo en todo momento, en los largos años que duró aquella travesía. Cuando abandonó la vida política, aquel hilo – que nunca le había permitido extraviarse – lo guiaría de vuelta a casa. Fue también mi madre la que, algunas semanas después de su muerte, encontró en el buzón una carta de la Dirección General de Marina Mercante. Abrió el sobre y descubrió su contenido: el carnet de patrón de yate de Francisco Cacharro Pardo, recién renovado. Pocas semanas antes de morir, mientras el cáncer de médula corroía su cuerpo, mi padre, cuyas fuerzas menguaban día a día, había ido a renovarlo: pasó el examen psicotécnico, pagó las tasas, acudió a la ventanilla de la administración para entregar los impresos cubiertos. En su estado de salud, realizar esos trámites tuvo que suponer un auténtico engorro para él. Era perfectamente consciente del mal que padecía, de que le quedaba poco tiempo de vida. Muchos años atrás, en una entrevista que le había hecho Carlos García Bayón, hablando del sentido de la existencia, citó la vieja frase que se atribuye a Pompeyo: lo primero es navegar, lo segundo, vivir. Aunque su vida se apagaba, su voluntad seguía soñando caminos de la tarde, como en el poema de Machado: soñando con salir a navegar, un verano más, por los mares de Aldán y Arousa.