Conocí a Paco Cacharro en 1977, cuando yo acababa de ser contratado para dirigir la Secretaría Técnica de AP, y él, que mandaba en Lugo lo que en aquel momento se podía mandar, ya estaba luchando por un escaño, casi imposible, pero que obtuvo en el primer round, en el Senado de las Cortes -devenidas en Constituyentes- de 1977.
Su timidez congénita y su perfecta selección de sus objetivos políticos me ayudaron a concluir, tras nuestra primera conversación, que era listo como un ajo, que tenía un liderazgo provincial tan naciente como indiscutido, y que su punto de apoyo para mover el mundo estaba en la provincia de Lugo. Paco Cacharro, al mismo tiempo que yo me enteraba de sus ansias y sus armas, también se enteró de las mías, y le gustó la idea de que un poder provincial, sin la cobertura de un poder más amplio -en aquel momento la posibilidad de gobernar Galicia era, para nosotros, una quimera-, no podía perdurar. Y pronto hicimos un tándem de apoyo mutuo que duró, aproximadamente, hasta las vísperas electorales de 1983.
Yo entendía que el objetivo de Galicia en aquellas circunstancias era llevar a las Cortes Generales una compacta y bien visible representación de diputados y senadores gallegos. Y él, tildándome con excesiva facilidad de “centralista compostelano”, creía que lo importante era que cada líder de la política gallega ganase y asegurase su territorio, porque estaba convencido de que la sucesión de Fraga -del que en absoluto imaginaba su etapa de presidente de la Xunta- no se iba a producir sin una enorme y cainita crisis de partido, por lo que la nueva AP -que al final fue el PP- iba a salir del poder telúrico y radical de las provincias. Lo curioso es que Fraga, sin saber que era él la ficha que debía salir del tablero, le daba la razón, y no sólo por razones prácticas, sino porque estaba convencido de que la democracia española acabaría girando hacia una nueva Restauración, de la que “el cacique bueno” -que así dulcificaba la frase- sería una pieza esencial.
La consecuencia de este enfrentamiento político, que nunca fue personal, fue que Paco Cacharro, que había sido una pieza esencial de la Xunta durante los años 1982 y 1983, que había negociado una rápida y abundosa transferencia de toda la educación no universitaria, y que fue la persona que más, y con mejores resultados, apoyó mi proyecto de reunir la Administración autonómica en San Caetano, pidió la baja en la Xunta, se puso al frente de la candidatura local de Lugo de 1983, ganó la presidencia de la Diputación, que era su caramelo oculto, y se entregó a experimentar y probar el placer y el poder de las taifas provinciales.
Yo, sin enfadarme con él, también aposté por el arreón autonómico, en una serie de batallas sucesivas -ganadas todas menos la última- que me llevó a dimitir del Gobierno Albor en octubre de 1986. Un momento en el que Paco Cacharro pudo echarme una mano salvadora, pero no lo hizo.
Tampoco en ese momento trasladamos la lucha política al enfado personal, aunque fue evidente que al entrar él en un período de gloria, y yo de ruina, apenas tuvimos más ocasiones de hablar que las que nos propiciaron los encuentros ocasionales en Lugo o en Santiago, en los que, sin mucha “trécola” ni necesidad de intermediarios, nos hemos tratado siempre como dos amigos protagonistas de una separación que cada uno interpretó a su manera, pero que nunca nos negamos el hermoso derecho democrático a la discrepancia radical.
Cacharro, que siempre me parecía joven y ágil, era 13 años mayor que yo, los suficientes para que, aunque su gloria duró un decenio más que la mía, no pudiese evitar que los movimientos de la política popular, que ya había gobernado las dos legislaturas de Aznar, empezasen a buscar un liderazgo más joven y glamuroso, de lo que resultó beneficiado el catedrático José Manuel Barreiro -el “Barreiro bueno” de Fraga- que, no por casualidad, coincidió con una nueva generación de políticos populares que son los que hoy configuran la imagen -exitosa- de su partido. Estamos hablando de 2007, cuando el PP aprovechó una frase que pronunció Cacharro, en apoyo de otra frase anterior del senador Carlos Banet, en la que criticaban de “golpista” el mandato de Zapatero. Y Cacharro pasó lentamente del trono imperial de Lugo al ostracismo español, hasta convertir su apellido en un modelo político -el cacharrismo- que aún no está estudiado ni definido.
Cacharro murió en 2015. Y poco tiempo antes de enterarme de su fallecimiento, sobre tres años antes de producirse, lo encontré débil y solo, una noche de verano, en la terraza del Hotel de A Toxa. Ya no era el de antes, y me contó, serenamente, su decadencia, que era obvia, y sus problemas y correrías, que interpretó como quiso, con mi total consentimiento.
Nos dimos el abrazo más largo y cariñoso de nuestra vida, aflojamos dos o tres veces para mirarnos a los ojos, y nos separamos, para siempre, cargados de nostalgias y buenos recuerdos.
Y allí confirmé, sin duda alguna, que siempre nos habíamos respetado y querido.
Forcarei, 29 de julio de 2025